El tipo de la máscara pensó sus palabras y comenzó a hablar.
“Hace años, cuando trabaja para mí, nunca pensé en que llegaría este momento. Quizás no pensé, simplemente, que algo llegaría. Fui un ladrón, pero un ladrón por la libertad. El Robin Hood de Moscú, me llamaban. Yo de aquello no obtenía nada. Pero, bueno, yo moriré, pero dentro de veinte siglos los ideales que defendí seguirán vivos, y seguirá habiendo gente defendiéndolo.
Creo que, tras tantos años portando una máscara, olvidé lo que tapaba, lo que había dentro, el alma de una persona. Un alma que en esos tiempos ya estaba marchita, si no muerta, pero en silencio, y así va a acabar sus días.
Yo luchaba desinteresadamente, por unos ideales que, en algunos momentos, pensé que no eran míos.
Luego, el KGB asesinó a mis padres.
Aquella noche de mil novecientos cincuenta y cuatro en la que recibí la noticia en mi apartamento de Moscú fue en la que dejé de ser quien era, y empecé a luchar por venganza. Ya no era desinteresadamente. Quería venganza, quería sangre. Más tarde, seis años, creo recordar, la obtuve. Pero esos seis años fueron los más duros para mí.
En busca de esta venganza, ingresé en
Como mi primera misión, obtuve la eliminación de dirigentes rusos. Algo fácil, créeme. En mil novecientos cincuenta y siete, me infiltré en el KGB. Aquella era mi oportunidad, y no la desaproveché.
El quince de febrero de mil novecientos cincuenta y nueve los periódicos rusos abrían con la noticia de la aparición de la cabeza de Igor Karvich en
Karvich era un espía ruso a quien fue encargado el asesinato de dos enemigos del KGB. Mis padres.
En el entierro de Karvich, te encontré, y me enteré de que eras su hija. Probablemente, querrías matarme al enterarte, por eso me mantuve en secreto hasta que en el diecinueve de enero de mil novecientos sesenta ocurría lo mismo con la cabeza de Pietrus Yrti, el superior de Karvich.
Entonces, los de asuntos internos del KGB descubrieron un pelo mío (maldita caída de pelo, maldita edad) en el hogar de Yrti.
Aquel día, hace hoy menos de un año, huí del servicio, dispuesto a encontrarme con mi contacto de
En las contadas catorce ocasiones en las que mantuve conversación contigo, me enamoré de ti. Y este es el mejor regalo que has podido hacerme, Edna, aun sin querer.
No ha sido una casualidad que te encontrara, aunque me odies a muerte, pues tienes razón.
Ahora, Edna, tienes dos opciones. Huye conmigo, o huye sola, pues los soldados del KGB se acercan ya”.
Las lágrimas cesaron. El viento calló. Se oyeron pasos en la escalera, cercanos.
“Edna, puedes quedarte aquí. A ti no te buscan, no te harán nada. Pero también puedes acompañarme”.
Ella no se movió. Los pasos se acercaban a la puerta, y el tipo de la máscara se acercó a la ventana abierta. Fuera nevaba.
“Ni siquiera sé tu verdadero nombre, desconocido. Sería una locura huir con alguien como tú”.
Aporreaban la puerta.
“Está bien, Edna. Sólo quería pedirte un último favor. ¿Recuerdas aquel fragmento que te enseñé al conocerte?”
“Sí”.
“Si caigo, no paréis”, comenzó ella.
Tiraron la puerta abajo. Decenas de soldados entraron en la habitación.
“Continuad sin mí, quizás no sea importante”, siguió él.
Todos apuntaron a él, y a ella la intentaron apartar.
“Bajo mi semblante severo y férreo, sólo me muevo por amor. Pero éste sólo es una línea en el horizonte, que nunca se acerca…”, al unísono.
“Esta es la última acción del tipo de la máscara. El famoso tipo de la máscara ha vuelto. Ha vuelto, para morir. Para morir por la libertad. Esa libertad que algunos nos han arrebatado. Si el cuerpo muere, el ideal vive.”
Él se asomó a la ventana. La nieve seguía cayendo. Se quitó la máscara y se dio la vuelta. Esbozó una sonrisa, y el viento volvió a rugir, para hacer caer al tipo de la máscara.
Momentos después, la sangre manchó la nieve bajo un cuerpo muerto.
Una máscara caía a capricho del viento, y se depositó en el rostro del muerto.
“…O quizás huya de mí”, culminó ella.
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