jueves, 29 de enero de 2009

El muerto. Homenaje a Edgar Allan Poe.

Si me hubiera quedado en el asesinato, lo más probable es que ustedes me tomen por un enfermo, loco. De hecho, lo habría sido. Pero lo cierto es que no fue asesinato.

Enterré el cuerpo en el acantilado de la costa, esperando que los gusanos cobraran su cuerpo y, así, mi venganza, sin pensar que los policías habían seguido el rastro de mi jeep desde la casa del muerto Robert, si es que estaba muerto.

Cuando se presentaron, ya estaba enterrado el cuerpo, oculto a la vista desde mi choza, donde recibí a los agentes.

Amable, les expliqué que había visitado a mi amigo Robert, pero no lo hallé en casa. “No llegué a entrar”, les dije.

Aunque si lo había hecho. Había entrado y abofeteado hasta la muerte a mi amigo. Unos vecinos avisaron a la policía, alegando haber oído gritos. No tardaron en llegar. Tuve que huir a toda prisa en mi jeep con el cuerpo en el maletero. Llegué aquí quince minutos más tarde. Había distraído a los policías.

Charlamos mientras caminábamos, acercándonos peligrosamente al lugar donde se hallaba Robert.

Creo sinceramente que mi amabilidad y decisión sirvió, y los agentes comenzaron a tratar otros temas ajenos.

Bordeamos el acantilado. Quince metros del cuerpo.

Imprevisiblemente, sudé. Sí, comencé a sudar.

Por suerte, ninguno de los dos agentes lo advirtió. O eso creí.

La playa estaba desierta, pero el paseo marítimo estaba cubierto por un sudario de luces de chiringuitos y tiendas.

Cuando llegamos encima del cuerpo, uno indicó que se parara. Había visto arena removida. Ambos me miraron, intentando descubrir en mi mirada una marca delatora. No me inmuté. Creí no inmutarme.

Intenté hacerles entrar en razón, explicándoles que habrían sido unos chiquillos jugando a los exploradores.

Aun así, empezaron a extraer la arena. Habrían sacado ya dos o tres centímetros de arena en una extensión de unos cinco decímetros cuadrados cuando uno tocó algo sólido (compacto, quiero decirles).

Un pedrusco colgó de la mano del inspector. En el siguiente medio minuto, la desesperación llegó a la cabeza del inspector. Arañó y rasgó, para no encontrar no más que piedras.

Mi plan surtió efecto. Desesperados, devolvieron parte de la arena a su sitio.

Tras unos minutos de sospecha e interrogatorio, volvimos a charlar animadamente. Debía sacarlos de allí cuanto antes, pero ellos hablaban, hablaban y hablaban. Animados, además.

Entonces, cuando sentía que, aunque tuviera que deshacerme de ellos rápidamente, aquello estaba saliendo realmente bien.

Pero, sin esperarlo, algo empezó a sonar dentro de mi cabeza.

(pum, pum)

Quizás podría llevar sonando todo el rato. Era un

(pum, pum)

sonido lejano y disperso. Parecía que hacía latir dentro de mi cabeza. El

(pum, pum)

sonido se amplificó en los siguientes minutos. Parecía temblar la tierra. Parecía que haría parar el mundo.

Pero los agentes charlaban sonrientes, sin dar cuenta del

(pum, pum)

sonido. Parecía que me haría enloquecer. Parecía que no pararía jamás. Entonces comprendí. El

(pum, pum)

sonido no era sino el corazón de Robert.

-Santa María, madre de Dios. ¡Saquen a esa alma en pena de ahí, antes de echar el aire que tienen sus pulmones!

R. Q.

Libertad

El tipo de la máscara pensó sus palabras y comenzó a hablar.

“Hace años, cuando trabaja para mí, nunca pensé en que llegaría este momento. Quizás no pensé, simplemente, que algo llegaría. Fui un ladrón, pero un ladrón por la libertad. El Robin Hood de Moscú, me llamaban. Yo de aquello no obtenía nada. Pero, bueno, yo moriré, pero dentro de veinte siglos los ideales que defendí seguirán vivos, y seguirá habiendo gente defendiéndolo.

Creo que, tras tantos años portando una máscara, olvidé lo que tapaba, lo que había dentro, el alma de una persona. Un alma que en esos tiempos ya estaba marchita, si no muerta, pero en silencio, y así va a acabar sus días.

Yo luchaba desinteresadamente, por unos ideales que, en algunos momentos, pensé que no eran míos.

Luego, el KGB asesinó a mis padres.

Aquella noche de mil novecientos cincuenta y cuatro en la que recibí la noticia en mi apartamento de Moscú fue en la que dejé de ser quien era, y empecé a luchar por venganza. Ya no era desinteresadamente. Quería venganza, quería sangre. Más tarde, seis años, creo recordar, la obtuve. Pero esos seis años fueron los más duros para mí.

En busca de esta venganza, ingresé en la CIA en el cincuenta y cinco y me entrené en América. Moscú, y probablemente toda la URSS echaron en falta al hombre de la máscara infortuna.

Como mi primera misión, obtuve la eliminación de dirigentes rusos. Algo fácil, créeme. En mil novecientos cincuenta y siete, me infiltré en el KGB. Aquella era mi oportunidad, y no la desaproveché.

El quince de febrero de mil novecientos cincuenta y nueve los periódicos rusos abrían con la noticia de la aparición de la cabeza de Igor Karvich en la Plaza Roja.

Karvich era un espía ruso a quien fue encargado el asesinato de dos enemigos del KGB. Mis padres.

En el entierro de Karvich, te encontré, y me enteré de que eras su hija. Probablemente, querrías matarme al enterarte, por eso me mantuve en secreto hasta que en el diecinueve de enero de mil novecientos sesenta ocurría lo mismo con la cabeza de Pietrus Yrti, el superior de Karvich.

Entonces, los de asuntos internos del KGB descubrieron un pelo mío (maldita caída de pelo, maldita edad) en el hogar de Yrti.

Aquel día, hace hoy menos de un año, huí del servicio, dispuesto a encontrarme con mi contacto de la CIA, pero ellos se habían olvidado de mí, viendo lo qué había ocurrido. Sinceramente, no me extraña.

En las contadas catorce ocasiones en las que mantuve conversación contigo, me enamoré de ti. Y este es el mejor regalo que has podido hacerme, Edna, aun sin querer.

No ha sido una casualidad que te encontrara, aunque me odies a muerte, pues tienes razón.

Ahora, Edna, tienes dos opciones. Huye conmigo, o huye sola, pues los soldados del KGB se acercan ya”.

Las lágrimas cesaron. El viento calló. Se oyeron pasos en la escalera, cercanos.

“Edna, puedes quedarte aquí. A ti no te buscan, no te harán nada. Pero también puedes acompañarme”.

Ella no se movió. Los pasos se acercaban a la puerta, y el tipo de la máscara se acercó a la ventana abierta. Fuera nevaba.

“Ni siquiera sé tu verdadero nombre, desconocido. Sería una locura huir con alguien como tú”.

Aporreaban la puerta.

“Está bien, Edna. Sólo quería pedirte un último favor. ¿Recuerdas aquel fragmento que te enseñé al conocerte?”

“Sí”.

“Si caigo, no paréis”, comenzó ella.

Tiraron la puerta abajo. Decenas de soldados entraron en la habitación.

“Continuad sin mí, quizás no sea importante”, siguió él.

Todos apuntaron a él, y a ella la intentaron apartar.

“Bajo mi semblante severo y férreo, sólo me muevo por amor. Pero éste sólo es una línea en el horizonte, que nunca se acerca…”, al unísono.

“Esta es la última acción del tipo de la máscara. El famoso tipo de la máscara ha vuelto. Ha vuelto, para morir. Para morir por la libertad. Esa libertad que algunos nos han arrebatado. Si el cuerpo muere, el ideal vive.”

Él se asomó a la ventana. La nieve seguía cayendo. Se quitó la máscara y se dio la vuelta. Esbozó una sonrisa, y el viento volvió a rugir, para hacer caer al tipo de la máscara.

Momentos después, la sangre manchó la nieve bajo un cuerpo muerto.

Una máscara caía a capricho del viento, y se depositó en el rostro del muerto.

“…O quizás huya de mí”, culminó ella.

R. Q.

Ogg

Al caer al suelo tras tropezar, el preciado objeto cayó de entre sus manos. Esa reluciente espada, la Espada Servil, comenzaba a agotarle las fuerzas debido a la antigua maldición que pesaba sobre ella. Aquella espada, lentamente, extraía la vida de su portador. A cambio, tenía el suficiente poder para derrotar a Ogg, el dragón que tenía en posesión a sus compañeros de viaje.

El humano se resistió, pero volvió a coger la espada, a la vez que notó su oscura fuerza recorrer todo su cuerpo. Seguía corriendo por aquel oscuro pasillo, cuando oyó un bateo de alas a su espalda. Saz se volvió y observó un murciélago que se hallaba frente a él, con malas intenciones.

Pero con un exacto movimiento de espada, la sangre de la criatura manchó el suelo y la espada del humano.

Al final del pasillo encontró unas escaleras que le llevaron a una habitación tímidamente iluminada por una vela, que se encontraba en una mesa central. Allí depositó la espada para poder recuperar su fuerza. Todo parecía perdido, no sabía donde estaba, ni a dónde ir. Observó la estancia: las paredes no eran diferentes a las que había visto una y otra vez en aquella mazmorra.

Entonces, el humano acertó a ver, por el rabillo del ojo, una silueta al otro lado de la mesa.

“Muéstrate”

La silueta, que se hallaba en la penumbra, dio unos pasos hacia delante y una figura enigmática, cuyo cuerpo se mostraba cubierto por una capa negra y su cara por una máscara, mostrando unos rasgos que no mostraban expresión alguna.

“¿Quién eres?” preguntó el humano. “Un hombre con una máscara”, respondió el otro. Cuando Saz volvió a formular la pregunta, el enigmático tipo respondió: “¿Te has fijado en lo paradójico que resulta preguntarle a un hombre con máscara quién es?”.

La figura enmascarada avanzó hacia el humano, situándose a menos de un metro de él. “¿Qué quieres?”, le siguió interrogando Saz. “Ayudarte. Puedo llevarte hasta tus compañeros”

“¿Y puedo fiarme de ti?”

“¿Crees que soy de fiar?”

“¿Eres de fiar?”, preguntó el humano, antes de que la conversación se sumiera en un sepulcral silencio. Entonces, rápidamente, el enmascarado desenvainó algún tipo de jeringuilla y la clavó en el cuello de Saz, que comenzó a perder lentamente el conocimiento, recostado en una sensación de sosiego.

“No”, respondió, tardío, el desconocido enmascarado.

* * * * * * * * *

“¿…Esto querías? Aquí están, tus compañeros. Te he llevado hasta ellos. No mentí”

Saz intentó moverse, pero debía de haber sido drogado, pues no podía articular prácticamente ninguna parte de su cuerpo. No podía abrir sus ojos, ni pronunciar algún sonido. De fondo, oyó a un grupo de personas pidiendo ayuda, posiblemente con la boca tapada.

El humano forzó los ojos y consiguió abrirlos levemente. Por lo que veía, se hallaba en una gran habitación, y los murmullos pidiendo ayuda provenían de detrás suya.

“¿Pensabas que podrías derrotar a Ogg el temible? Su fuerza y poder no pueden ser comparable a un esbirro como tú”

“¿Dónd… dónde est… Ogg?”, consiguió pronunciar Saz al fin. La voz, que era la misma que la de la figura enmascarada, comenzó a reír.

“Él está aquí, con nosotros”

El humano se cuestionó la veracidad de esa respuesta. “¿Qu… Cómo?

La voz volvió a reír, y empezó a intensificarse velozmente y a resonar en toda la habitación.

De repente, la temperatura subió y bajó brutalmente, y Saz pudo volver a mover su cuerpo. Abrió totalmente sus ojos y observó su alrededor. Aquella no era la habitación en la que antes se hallaba. No alcanzó a ver ningún límite de ninguna pared, y si se mantenía de pie, lo hacía en el aire. Allí no estaban ninguno de sus compañeros. Siguió recorriendo el cuarto con la vista y acertó a ver la persona que le acompañaba allí. Era el mismo de antes, sólo que ahora sin la máscara; si antes su cara no daba ninguna expresión, ahora expresaba cualquier tipo de emoción.

“¿Me buscabas?” preguntó el personaje. Saz siguió observando la estancia. “¿Impresiona?” volvió a preguntar. El humano, lejos de dar alguna respuesta, preguntó: “¿Y Ogg?”, a lo que el otro respondió: “De eso ya hablaremos luego. Ahora fíjate en esto”. Dicho esto, sacó de la nada la Espada Servil, la única que podía derrotar a Ogg y que restaba fuerzas a su portador. Tras haberla sacado, ésta se rompió en mil pedazos. El expresivo tipo echó a reír.

“¡Alaba mi poder! ¡Ríndete ante él! ¡Ríndete ante…”

Entonces, la silueta se desfiguró y comenzó a agrandarse, hasta formar la esbelta figura de un dragón y, con una voz grave y profunda, acabó la frase:

“…Ogg el temible”.

Rápidamente, la bestia derribó brutalmente al humano que salió disparado. Éste esperaba chocar contra alguna pared pero el trayecto no cesó hasta que volvió a caer al suelo. Dolorido, se volvió a levantar y, aterrorizado, se dio cuenta de que estaba de nuevo frente a Ogg. Éste último volvió a reír: “Estamos en los confines del mundo; entre el cielo y el infierno. ¿Crees poder ser mi rival?” Y le dio una nueva estocada al humano, que cayó al suelo, nuevamente frente a la bestia, gimiendo. Saz no recuerda cuántos golpes puedo llegar a recibir, pero cuando hubo pasado un largo espacio de tiempo, una extraña luz iluminó la habitación.

Los golpes cesaron, y a la escena se incorporó una nueva voz. “Bestia maligna, no pudiste conmigo antes, y no podrás ahora”. Saz se perdió en aquella conversación, que duró hasta que el dragón comenzó a gritar, y dar sendos golpes al suelo. Entonces el humano abrió los ojos. El enorme dragón se enfrentaba a una pequeña mujer cuya arma era un viejo bastón. De él salían los hechizos con los que mantenía a raya al dragón; aunque éste cada vez se acercaba más a la bruja. Pasó un rato observándoles; pensando si entrar al combate, cuando vio, a unos metros del dragón, la Espada Servil, la que había sido destruida por Ogg antes y que ahora se hallaba a su alcance. Entonces recibió una mirada de la bruja, sin que dejara de pelear. Saz no dudó: con decisión, fue corriendo hasta alcanzar el arma, la cogió, y esta vez sintió más su oscuro poder. Se acercó a Ogg, y saltó a su cola, que el dragón agitó, alterado. Pero la bruja lo mantenía distraído. Saz escaló por su cuerpo hasta llegar al cuello. Alzó la espada…

…y la clavó en el cráneo de Ogg, que cayó, derrotado, al suelo.

Entonces, Saz dejó caer la espada al suelo y miró a la bruja que había aparecido de repente.

“Me debes una explicación”.

R. Q.