1
–…y en este día tan importante –continuó –me halaga y enorgullece ser yo el elegido para entregarle a este valiente soldado que arriesgó su vida por mí y por América esta condecoración y el ascenso a teniente.
Los aplausos cubrieron cualquier otro sonido que pudiera haber. El soldado subió al atril, vestido de traje negro con finas líneas verticales blancas, ayudado por sus muletas. Miró en rededor, suspiró tanto que los micrófonos lo recogieron y sacó del bolsillo unos folios. Los flashes de las cámaras le iluminaban desordenada e intermitentemente.
–Mi nombre es Ned Malone y nací en Maine –así comenzó su discurso –. Cuando me alisté en el ejército, jamás pensé que llegaría el día en que ascendería a teniente, ni que el senador me reconocería individualmente.
El discurso no salió de ningún tópico de este tipo de actos. Agradecimientos, promesas, más agradecimientos,… La gente se mantenía inmóvil observando. En un momento del discurso, el ponente paró, miró a los edificios que rodeaban aquella calle y reflexionó unos instantes. Luego continuó, y nadie advirtió que una figura salía del escenario y, aumentando la velocidad mientras se alejaba, se dirigió al edificio de la parte oeste. El discurso continuó, y otra vez Ned Malone se interrumpió unos instantes.
–…y nada me parará en mi objetivo de proteger al senador y a cuantos formamos esta nación que es América –siguió –. Señores, mi nombre es Ned Malone y nací en Maine –dijo, para finalizar. Introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta, esperó, e hizo ademán de marcharse.
La calle se derrumbó en aplausos, incluido el senador. Pero el rostro de éste cambio ligeramente cuando vio de refilón un brillo metálico en una ventana, y bruscamente cuando pudo ver qué era y a aquélla persona haciéndole señas.
Él se intentó apartar, un disparo silenció al público y una bala surcó el cielo.
2
“Mi nombre es Ned Malone y nací en Maine”, había dicho el soldado homenajeado. Pero aquello no era lo realmente importante para Rob Williams en ese momento. Él había visto algo. Volvió a mirar aquella ventana. Portal diecisiete, noveno piso. El brillo era constante, estaba quieto. Cortinas de círculos rojos y verdes se mecían a merced del viento. Rob miró a su compañero y le dedicó una mirada que ambos entendieron como un ‘voy a comprobar algo’. Rob salió disimuladamente del escenario montado para la ocasión y comenzó a perderse entre la multitud, siempre hacia aquel edificio. Nadie se dio cuenta, ni quiso hacerlo, de que un guardaespaldas salía del escenario, todos estaban demasiado ensimismados con el discurso.
Para su bien, la puerta del portal estaba abierta. Dentro, el aire era frío e impenetrable, y a Rob, pese a su dureza, le transmitió una sensación de oscuridad y de desazón.
A pesar de su forma física, Rob se dio cuenta de que el ascensor siempre sería más rápido habiendo nueves pisos entre medias. Así, lo cogió y en un momento estuvo en la novena planta. Ante él, se abrían dos lados con sendos caminos, ambos idénticos. A la izquierda, los pisos A y B; a la derecha, los pisos C y D. Sería a la izquierda, eso lo sabía con toda seguridad, esa parte era la que daba a la calle donde se celebraba el acto, pero no sabía cual de las dos sería. Puso el oído sobre la puerta B y no oyó nada. No como cuando lo puso sobre la A, en la que oyó gente discutiendo, dos o tres, pero tampoco a viva voz. Tocó en la puerta y esperó. Podría haber esperado años allí, nadie le abriría. Toco otra vez, y lo mismo. Más fuerte, pero nada. Tomó algo de carrerilla, y gracias a su musculatura, tiró abajo la puerta.
El panorama era el de un piso descuidado y sucio. Montones de papeles se repartían desordenadamente por el suelo, y en las paredes había innumerables manchas oscuras y humedades. Y las voces seguían. Y Rob las siguió a ellas. Provenían de una habitación al fondo del pasillo principal que se había encontrado nada más entrar. La puerta estaba cerrada, y tan demacrada y sucia como las demás. Tomó el pomo con delicadeza y, sin inmutarse, abrió.
En el cuarto había solamente una mesa de madera. Ni sillas, ni alfombras, ni armarios, ni nada más. Una mesa y, claro, una ventana. Y encima de la mesa,
(las voces)
una grabadora.
“Joder, en funcionamiento”, se dijo Rob. La ventana estaba cerrada. Buscó otra habitación que tuviera ventana a esa calle y sólo encontró una más, un dormitorio infantil pobremente decorado. Y la ventana también estaba cerrada y no tenía cortinas. Miró a través de ellas y vio cómo aún el soldado seguía hablando, y cómo el público atendía en silencio. Rob golpeó furiosamente la pared, y un puñadito de polvo se desprendió de ésta. “Es el otro”.
Salió de aquel piso rápidamente y, sin esperar, tiró la puerta abajo. Rob paró un momento; le sorprendió ver que la decoración y suciedad de aquel piso era exactamente igual al otro. Los papeles ahora se le antojaban ordenados y colocados y las manchas que recordaba se repetían ahora en la pared. Entonces, Rob se dirigió a la primera habitación que había registrado en el otro piso. Y allí estaba. La ventana de cortinas de círculos rojos y verdes. Y el brillo. Frente a la ventana, un arma francotirador apuntaba al cielo, sin ningún hombre para dispararla. Rob se asomó y vio lo mismo que había visto antes. El discurso, pensó, estaría a punto de terminar. Fijó la vista en el que hablaba.
“Señores, mi nombre es Ned Malone y nací en Maine”, dijo, y con eso, finalizó. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y Rob no dio crédito a lo que pasó después. Casualmente, o no, cuando el público empezó a aplaudir, el arma, lentamente comenzó a girar, fijando su punto de mira en el hombre a la izquierda del soldado. El senador. Rob tiró de la máquina con todas sus fuerzas, pero ella no paró en su recorrido. Entonces, él sacó el tronco por la ventana y comenzó a mover los brazos y a gritar. Afortunadamente, el senador le vio, pero no a tiempo.
Él se intentó apartar, un disparo silenció al público y una bala surcó el cielo.
3
El público comenzó a gritar, los más histéricos a gritar, y a correr en todas direcciones. Uno de los que guardaba la seguridad del evento se acercó al cuerpo caído del senador y comprobó que, por suerte, el disparo no le había dado (“Maldita sea”, pensó El Criminal). Éste le indicó dónde había visto el arma y una brigada de policías se fue al lugar. Cuando estuvieron arriba, detuvieron a la única persona que encontraron.
Mientras, abajo, sus numerosos guardaespaldas le aconsejaron entrar debajo del escenario, y así lo hicieron él, Ned Malone y varios de seguridad. Allí abajo, la luz era débil y el agujero que había hecho la bala hacía una raya de luz nítida. Aunque no costaba mantenerse de pie, aunque algunos tocaran el techo con la cabeza, se sentaron, apoyando la espalda en las diversa barras de metal que formaban la estructura del escenario.
Hubo numerosas intervenciones, la mayoría preguntando por la salud de las figuras importantes, pero entonces entró un policía, informando de que habían encontrado a un tipo con varios kilos de explosivos corriendo hacia el escenario.
–Fue absurdo –relató –. Simplemente absurdo. Corría gritando, y en cuanto le cogimos, en vez de activar la carga, siguió gritando. De hecho, no le hemos encontrado el activador, no sé si ni siquiera llevará. Estaba loco.
El agente se marchó y el silencio volvió a inundar el interior de aquella telaraña metálica.
–Realmente debía de estar loco –comentó el senador, apaciguando el ambiente.
–¿Por qué? –quiso saber Ned.
–Querer quitarse la vida, y hacerlo de una forma tan… inútil y descarada.
–Eso no es estar loco –sentenció firmemente Ned –. En verdad, aún no perdió el momento. Simplemente, es luchar por unos objetivos que no se dan en toda la sociedad. Luchar por algo que la mayoría no acepta.
–Jesús, ¡pero pone en peligro la vida de otros aparte de la suya!
–Bien… Entonces, sí, puede que todos nos volvamos locos en algún punto de nuestra vida. Y más usted, con su ingenua invasión a otros países…
–¡No le consiento que…! –le interrumpió.
–Silencio –le devolvió la interrupción, éste mucho más calmado –. Nadie elige querer matar a alguien. En todo caso, es ese ‘alguien’ quien hace que una persona le quiera matar. Y usted ha hecho lo suyo.
–¿Me está diciendo que…?
–Que se calle –Ned se levantó –. Por favor –y le dedicó una sonrisa amable –. Unos enloquecen cuando empiezan a respirar, y nacen asesinos, viles y crueles. Otros, cuando están próximos a morir. Permítame hacerle una demostración.
Anduvo lentamente, y se paró cuando la raya de luz que provenía del agujero le atravesaba. Miró al frente, e imitó de forma absurda la firmeza de los soldados.
–¿Cree que yo estoy loco? –dijo –. ¿Lo cree usted, acaso?
El senador balbuceó y no acertó a pronunciar ninguna palabra inteligible.
–Compruébelo. No ahora. Espere –dicho esto, se sacó del bolsillo de la chaqueta un dispositivo gris con dos botones rojos. Con la mano con la que lo sujetaba, hizo un gesto de despedida, y pulsó el botón de más abajo.
Él no se intentó apartar, un disparo silenció al público presente, y una bala surcó el cielo.
4
Tras aquella macabra escena, pasaron unos minutos en silencio, rodeando aquel cuerpo, habitado por aquella mente tan loca y a la vez maravillosa, que sangraba sin fin.
Unos policías les dieron salida a todos y, uno por uno, fueron saliendo de allí. Por fin, parecía que todo había terminado.
De camino al furgón que le llevaría a su hogar, un agente de policía le indicó, señalando un coche patrulla que se encontraba cercano, dónde se encontraba el hombre que había intentado suicidarse. Desde allí se oían los gritos.
Entonces, se asomó a la ventana cerrada un rostro frívolo, de dientes amarillentos, que seguía gritando cosas apenas entendibles.
“En verdad, aún no perdió el momento”, había dicho Ned, y el senador lo recordó. Lo recordó, sí, pero de poco sirvió. El coche patrulla estalló en mil pedazos, llevándose la vida de cuantos había allí presentes.
Nadie se intentó apartar. Ningún disparó silenció a nadie y no, ninguna bala surcó el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
A ver, tú, comenta, pero con moderación. ¡Tranquilízate o tendré que sacarte esos sucios ojos de sus cuencas!