La casa estaba prácticamente devorada al completo por las llamas. Pero no había bomberos. Ni ambulancias, ni policía. Ni siquiera aficionados observando recrearse al fuego. Nadie.
La abandonada casa había prendido como un fósforo, apenas en unos minutos. Dicha casa podría llevar lustros abandonada como una hoja en otoño, solitaria, al final de la calle. Patrick marcó el número del 091 y dio la voz de alarma.
–Sí -contestó Patrick–, al final de la calle St. Royale, cruzando con Queen St. –Veinte minutos. Tardarían unos veinte minutos.
De repente, enmudeció al oír una voz desgarradora en su interior. Era imposible que hubiera alguien allí dentro, salvo que se tratara del causante del fuego
En un arranque absurdo de valentía, entró en la casa. Patrick no supo reconocer el origen de la voz, pero un pálpito le llevo a la segunda planta. Segunda de tres, a la que llegó con varios apuros. No menos de los que pasaría en la planta dos, puesto que el techo de ésta estaba en peor estado que el de abajo. Aun así, tuvo que saltar varios huecos producidos en el suelo.
Había tres puertas y, como comprobó, una llevaba al cuarto de baño, otra a un dormitorio, ambas vacías, y se dispuso a comprobar la tercera. El fuego salía de los muebles de una forma regular y, en cierto modo, ordenada. Había una cama. Sentada, apoyada en ella, una figura.
Una mujer.
La voz.
–Era mío –repetía–. Era mío. Era mío. Era mío. Era mío.
En sus brazos acunaba un bebé tapado, envuelto por unas mantas. Patrick le ayudó a incorporarse, pero ésta se negó (Era mío. Era mío).
–No hay tiempo, señora.
La figura levantó la mirada, una mirada fría en un rostro pálido y agotado. Tras varias negaciones de la anciana, Patrick intentó arrebatarle el bebé, en vano, consiguiendo sólo tirar las mantas al suelo.
Podrido.
El bebé estaba podrido. Verde. Podrido en la superficie, y seguramente por dentro.
Podrido, dando aspecto asqueroso. Sus cuencas estaban vacías y la boca, pidiendo una silenciosa ayuda.
Patrick tuvo ganas de vomitar. Siguió en sus esfuerzos de sacar a ambas personas.
Tras varios intentos, ambos se precipitaron catastróficamente al fuego. La mujer comenzó a gritar y, pese al intento de Patrick de no creerlo, el bebé también. Vivía.
Los muebles formaban una hilera en el suelo, una hilera de luz y calor. Viendo que la anciana quería morir allí, y que el bebé sufriría más vivo, huyó de la casa. Sorteó toda clase de objetos, y terminó la escalera. Sus ropas ardían, y allí estaba la anciana con el bebé.
–Era mío. Era mío. Mío.
Patrick la apartó de un golpe y siguió en línea recta, sin preocuparse por ella.
Cuando iba a salir, en la entrada tropezó y, a regañadientes con su mente, recogió la manta de un bebé que encontró por sorpresa.
Salió a la calle, que seguía desierta, y se tiró al suelo. Sus ropas estaban intactas.
La manta, que había encontrado putrefacta y rota, aún mantenía la etiqueta de la tienda, y estaba en perfecto estado.
Temiendo encontrar lo que finalmente encontró, miró a la casa. Estaba cerrada, rodeada con un espléndido jardín.
Patrick se horrorizó al comprobar que en una de las ventanas se asomaba una mujer y un hombre, aparentemente casados. Eran felices.
Al momento, apareció la madre de alguno de ellos, ya entrada en edad, con un bebé en brazos.
Éste estaba desnudo.
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A ver, tú, comenta, pero con moderación. ¡Tranquilízate o tendré que sacarte esos sucios ojos de sus cuencas!